4. La inquietante duda

(Narrador: Marcus)






Hoy me he equivocado dos veces en los cambios de las compras de los clientes. Esa mujer ha conseguido alterar mis nervios. Nunca antes había tenido trato con esta clase de mujeres. ¡Quién podía imaginar que tuviera tan buen juicio! Sí, ella lleva razón, yo soy un rematado hipócrita. Presumo de moralidad porque nunca he tenido verdaderas provocaciones. Es fácil presumir de moralista cuando nunca has tenido oportunidad de ser inmoral. Es cierto que nos olvidamos de que estas mujeres son también personas. No obstante, sigo pensando que no es una profesión digna. No es digno de una persona normal comerciar con su cuerpo y aprovecharse de los que no pueden mantener unas relaciones sexuales como personas normales. ¡No, yo nunca la llamaré!

Pero ¿qué diferencia hay entre Laura y esta mujer? Laura me habla de libros, me llena la cabeza de nuevas ediciones, autores premiados, lecturas interesantes, pero ni una palabra de sexo. Como si fuéramos dos espectros sin cuerpo, solo alma. La otra no habla de libros, solo de sexo, pero consigue despertar mi cuerpo, mientras que Julia intenta inútilmente despertar mi alma. Con Laura puedo ir al Café Central sin provocar comentarios o a un concierto de la Filarmónica, sin que llamemos la atención; con la otra solo puedo asistir a clubes de mala reputación o a hoteles burdeles, pero no podemos pasear por el parque, ni acercarnos a los niños para no corromper su inocencia.

¿Por qué una mujer no puede hablarte de libros por el día y de sexo por la noche? ¿Por qué tienen que ser tan excluyentes una cosa con la otra? ¿Es necesario ser una prostituta para hablar de sexo sin inhibiciones? ¿No puede hablarte de libros, ediciones, premiados, etc.? Hasta hoy creía ser un hombre de mundo, una persona de vuelta de todo, que se hace acompañar por una funcionaria bibliotecaria al Café Central, lo que prueba que soy digno de tener una compañera. Mientras otros no deben ser personas normales si no tienen quien les acompañe, como sucede con Leonardo. Si Julia se decidiera a ser su compañera, su estatus social pasaría de ser un solitario anormal a una persona acompañada y, por tanto, normal.

Adela, la panadera, ha entrado en mi tienda y parece querer comprar algo, pero no sabe por qué decidirse. Tengo la impresión de que es una excusa para algo que debe estar ocultando.

—¿Marcus, te has enterado de la noticia? —me dice sin disimular ya cuál es la verdadera razón de la inesperada visita.

—¿Qué noticia? No he salido de mi tienda en toda la mañana; no estoy al corriente de lo que pasa en el barrio, pero Jacinto me informará cuando pase por aquí a hacer la ronda.

—No es necesario, ya te lo cuento yo. ¡Han detenido a Raulín por un oscuro asunto de drogas! Todos sospechábamos que ese tarambana acabaría en la cárcel por una causa o por otra. Según he oído decir por ahí, están buscando a una mujer de la vida que está también metida en el mismo asunto. ¡Raulín jura y perjura que la droga que le encontraron encima se la había vendido esa perdida!

Intento contenerme y no aparentar mi indignación y asombro. ¡Ese malvado de Raulín no dudará en enviar a esa mujer a la cárcel con tal de salvar su pellejo! Su padre seguro que contratará al mejor abogado de la ciudad y esa mujer no tendrá escapatoria posible. Pero la chismosa Adela no lo ha dicho todo, y continúa chismoseando.

—Por la panadería corren rumores de que esa mujer que se escondió en la casa de algún posible compinche que vive en este barrio, porque vieron cómo entraba en una de las casas esta misma calle.

¡Mi intuición no me engañó, esa mujer me traería muchos problemas! Tengo que esperar a Jacinto y que me cuente lo que sepa y yo le contaré lo que sucedió realmente la pasada noche. Ese malvado no puede salirse con la suya.

Algún rumor debe correr sobre mí, porque hoy he tenido más clientes que lo habitual, pero solo compran baratijas. ¡Tengo la impresión de que vienen para contemplar de cerca el compinche de una traficante de drogas!

Mis problemas no han hecho más que comenzar. Acaba de llegar Jacinto, pero viene acompañado de dos hombres que no son de este barrio, y por la seriedad de su semblante, no creo que vengan a comprar alguna bisutería.

—Marcus, nunca hubiera creído que después de todos estos años de amistad, llegaría un día en que tendría que hacer algo así. No sé en qué estás envuelto, pero traigo una orden de detención contra ti. Estos dos compañeros son inspectores de la sección de narcóticos, son ellos quienes han presentado la orden. Por lo visto el hijo de Romano ha declarado que la mujer a la que buscan pasó la noche en tu apartamento...

—¡Jacinto, no creerás tú que yo puedo estar envuelto en algo así...!

—Todas las evidencias están contra ti. Hay otro testigo, el hijo de Adela, que asegura haberte visto abrazado a esa mujer, y que subió contigo a tu apartamento.

—¡Pero tiene una explicación, y el Raulín lo sabe muy bien!

—Lo siento, Marcus, pero eso tendrás que explicárselo al juez. Tienes que cerrar la tienda y acompañarnos a la comisaría, donde puedes hacer por escrito tu declaración.

—¿Puedo subir a mi apartamento para coger un abrigo?

—Sí, pero acompañado por uno de estos inspectores. No puedes tocar nada hasta que no hagan un registro.

Subimos a mi apartamento y me encuentro con Aura en el rellano de la escalera.

—Lo siento Marcus. Todo este embrollo lo había leído en las cartas, pero no quise alarmarte.

Al salir a la calle me encuentro ante una vergonzosa situación. La noticia ha corrido como la pólvora en todo el barrio y creo que no queda un solo vecino que no esté aquí. Encabeza esta espontánea manifestación Guido, pero también veo a Leonardo y Efraín, Laura y Julia, incluso ha venido la joven María con su padre, y el obeso carnicero, Rodolfo. ¿Cuál debe ser la razón de que se hayan reunido tantos vecinos? Los policías no habían previsto esta espontánea demostración y están desbordados. Guido ha podido acercarse a mí y me causa una enorme emoción lo que me dice:

—Marcus, toda esta buena gente ha venido para darte ánimos y demostrarte que estamos contigo, porque sabemos que eres inocente. No creemos una palabra de ese sinvergüenza de Raulín, a quien esperamos que lo pongan entre rejas por una larga temporada. Nos quedaremos aquí hasta que te veamos salir en libertad y sin cargos. La buena gente de este barrio te aprecia y reconoce tu honestidad, ¡No consentiremos que se cometa este atropello!

¡No sé si lo merezco, pero nunca terminamos de conocer a nuestros vecinos! Hay veces que te sientes ignorado, porque todos tenemos nuestras preocupaciones, pero a la hora de la verdad veo que no es solo un barrio, sino una comunidad unida y que no tolera las injusticias.

—Esta demostración de solidaridad espontánea tiene más valor que las leyes escritas —me comenta Guido.

La comisaría del barrio está a pocos metros de allí, y la multitud nos sigue hasta la misma entrada. Parece que están decididos a no marchase hasta que me vean salir de la comisaría libre de cargos. Pero falta un testigo fundamental para demostrar mi inocencia, mi médico de cabecera. Su teléfono no contesta. Tal vez esté en el hospital de la ciudad, o atendiendo algún enfermo fuera del barrio.

Conozco al comisario y sale a mi encuentro con una clara expresión de desolación.

—Creeme, Marcus, que siento que te veas envuelto en este feo asunto, pero los de narcóticos son muy estrictos. No hemos podido anular tu orden de detención! Pero, ¿qué es toda esta gente?

Guido se adelanta hasta donde está el confundido comisario.

—Guido, ¿qué significa todo este alboroto? ¡No quiero tumultos enfrente de mi comisaría!

—Inspector, estamos apoyando la inocencia de Marcus, y no nos iremos de aquí hasta que no le veamos salir libre de cargos.

—Eso no depende de mí, sino del juez instructor.

—Pues hable con él y trasmítale nuestra demanda.

—Marcus, este es un feo asunto y deberían disolverse, pero hablaré con el juez y tal vez consiga que te tomen declaración sin que haya cargos. ¿Qué sabes de la fulana que estamos buscando?

Sé que es un delito ocultar información en un caso como éste, pero yo creo que no mentía y ella fue víctima de Raulín. No; aunque me condeno, no les daré el número de teléfono.

—No tengo ni la menor idea de quién era esa mujer. Solo sé que se apodaba Linda. Pero parece que es su nombre profesional.

—Si diéramos con ella todo se podría aclarar, no podemos negar la declaración del chico de Romano sin tener pruebas de que miente.

—Mi médico de cabecera podría testificar que la mujer había sido intoxicada. Ningún traficante de drogas se intoxicaría él mismo hasta ponerse al límite de la muerte. No llegaría a esos extremos. Francamente, yo creo que ella fue la víctima y no la culpable.

Creo que el comisario sospecha que estoy tratando de encubrirla, porque todos los policías tienen un sexto sentido para leer el mínimo gesto delator del rostro.

—Marcus, ¡no la estarás encubriendo!

—¿Por qué razón debía hacerlo? No la conozco ni es amiga o familiar. ¡No tengo ninguna razón para encubrirla!

—Está bien, hablaré con el juez.

Afortunadamente mi médico de cabecera está en camino de la comisaría. Estaba en el hospital asistiendo a la autopsia de uno de sus pacientes fallecidos. Su testimonio ha sido fundamental para exculparme, y después de los trámites de rigor, salgo de la comisaría libre de cargos. Raulín tiene una nueva acusación por perjurio. Me temo que no se librará de la cárcel fácilmente.

Cuando aparezco por la puerta de la comisaría y les informo que no hay cargos contra mí, mis vecinos responden con un largo y caluroso aplauso y todos quieren estrechar mi mano, como si yo fuese un héroe. Leopoldo me recita su eslogan favorito:

—¡El pueblo unido, jamás será vencido! —Y creo que tiene razón. Es difícil ir en contra de la voluntad del pueblo, puesto que son ellos los protagonistas de la historia, o másbien diría, las víctimas de la historia

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Sumario