19. Mi héroe





(Narradora: Linda)

Yo solo tenía 8 años cuando estalló la guerra, pero no sabía qué sucedía. Solo recuerdo a mi padre tomarme en brazos y correr hacia el refugio. Después escuchaba los estruendos de las bombas caer en nuestro barrio, y todo el refugio temblaba como si lo sacudiera un terremoto. Tras cada explosión los niños llorábamos asustados, mientras los adultos trataban de calmarnos con caricias y palabras de consuelo. Mi padre me decía que aquello no eran bombas sino petardos, y que cuando terminase iríamos a la feria a divertirnos. Pero yo sabía que me engañaba, porque los petardos no hacían aquel aterrador estruendo. Seis meses después de comenzar la guerra, le movilizaron y nos quedamos solas mi madre y yo. Mi padre regresó al barrio dentro de un sencillo ataúd de pino pagado por el Gobierno que nos llevó a esa catástrofe.

Mi madre todavía era joven y además atractiva, y conoció a un hombre con una buena posición, pero no le atraía ella sino yo. Mi madre era consciente de sus deseos, pero cuando la pidió en matrimonio nuestra situación era tan desesperada que tuvo que aceptar. La misma noche de bodas me forzó a que me acostara con él y yo no pude negarme, mientras mi madre permanecía en otra habitación llorando en silencio, pero resignada e impotente. Pero mi padrastro era generoso con las dos, y a ambas nos colmaba de regalos y se mostraba agradecido por la resignada tolerancia de mi madre. Pasado algún tiempo llegamos a aceptar aquella situación y su única preocupación era que yo no quedara embarazada.

Apenas duró un año este irregular matrimonio, porque mi padrastro murió de un fulminante ataque al corazón, prácticamente encima de mí, cuando hacíamos el amor. En su testamento me dejaba a mí una pequeña fortuna, que debería tomar posesión cuando me casara, y a mi madre una modesta renta de un paquete de acciones que apenas le permitía sobrevivir. Yo pensé que podría ayudar si me buscaba otros padrastros generosos, y ella estaba tan acostumbrada a tolerar que me acostara con hombres maduros, que accedió, y así me inicie en la profesión de prostituta.

Cuando cumplí diez y ocho años me enamoré del hijo de uno de mis clientes, a quién el padre hizo que le acompañara, porque quería que yo le iniciara en el sexo. Pero el hijo no era como el padre, sino un auténtico gigoló, del que me enamoré perdidamente. Yo era una ingenua y creía en el amor para toda la eternidad, y que mi amado gigoló no me traicionaría nunca. Por eso le informé sobre mi pequeña fortuna y la condición para disponer de ella. Mi amado gigoló no tardó ni 24 horas en declararme su amor eterno y pedirme en matrimonio. En menos de una semana ya estábamos casados. Pasamos la luna de miel en uno de los hoteles más caros de la Costa Azul y no escatimábamos a la hora de elegir los platos de las cartas de los restaurantes más reputados. Esa extravagante luna de miel me costó la mitad de mi herencia, la otra mitad no nos duró mucho más. Mi primer matrimonio duró lo que tardó en dilapidar mi herencia.

Cuando conocí a Marcus ya no era una jovencita y estaba empezando a ser rechazada. Mi madre, consumida por su callado sufrimiento, no tardó mucho en seguir a mi padrastro. Así es que por entonces mis escasas ganancias solo me permitían vivir en un hotel de mala reputación en el peor barrio de la ciudad. Aquella noche en la que acepté al hijo de Romano como cliente, solo quería divertirse conmigo. Fuimos a un apartamento donde habían varias parejas, las mujeres eran todas prostitutas, y estaban celebrando una orgía. Raúl les proporcionó las drogas que necesitaban para animar la velada. Media hora después la orgía se volvió violenta, y las mujeres eran vejadas y maltratadas. El hijo de Romano se asustó, y decidió abandonar a sus violentos amigos, pero no sabía qué hacer conmigo. Pensó que si bebía una buena taza de café bien cargado me despejaría y podría deshacerse de mí esa misma noche, por eso nos dirigíamos al Café Central. El destino quiso que nos cruzáramos con Marcus. Yo podía escuchar su conversación, pero no era capaz de articular ni una palabra, por eso hice un gran esfuerzo y me abracé a Marcus. Desde ese momento supe que aquel era el hombre que podía librame de aquella pesadilla que estaba siendo mi vida. Pero estaba tan resentida que cuando desperté dolorida y confundida, no pude evitar pagar mi desesperación con el hombre que al parecer me había salvado la vida. Cuando me vi de nuevo en la calle, comprendí que había cometido un grave error, y regresé para dejarle al menos la manera en que podía encontrame, pero lo había tratado con tanta agresividad que no me hice ninguna ilusión de que me llamase. Creo que estuve llorando toda la noche. Al día siguiente comprendí que no me resultaría fácil salir de aquel círculo vicioso en el que se había convertido mi vida, del que no veía la forma de salir. No tenía profesión ni otros conocimientos que los de mi profesión y nadie me aceptaría conociendo mi pasado. Estaba atrapada, y había maltratado a quién podía ser mi salvación. ¡Afortunadamente, él me llamó.

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