20. Mi dulce María




(Narrador: Guido)

En mi familia somos libreros desde hace tres generaciones. Mi abuelo Guillermo fundó la primera librería en este barrio hace setenta y cinco años. El siempre decía que un libro era como la flor de donde surge un fruto, porque de los libros también surge el fruto. Siempre se aprende algo. También solía decir que el progreso de una comunidad se mide por los libros que lee. Una comunidad que no lee es como un niño que no juega: algo indeseable. Él quería poner su grano de arena para que nuestra comunidad progresara, y por esa razón abrió una librería. Pero también decía que el carácter y la personalidad de una comunidad se sabía por el género de libros que leía. En nuestro barrio eran las favoritas la poesía de los autores del Romanticismo. Como Heine, Goethe, Schiller, Hölderlin, pero también dramaturgos como Voltaire o Racine, y los libros de las grandes ideas que cambiaron el mundo, como Rousseau o Descartes. Yo seguí la tradición familiar y continué con la misma filosofía que mis antepasados, porque también pienso que un libro es el mejor amigo del hombre, si exceptuamos a los perros.

Todos los que me conocían desde antes de la guerra me auguraban que la librería sería un rotundo fracaso porque creían que después de esta cruenta guerra los libros estaban condenados a desaparecer, porque ellos habían sido los principales causantes de las ideas que nos llevaron a la contienda. Me auguraban un nuevo «Mundo feliz», para después de la locura bélica, con una sola idea y cientos, miles o millones de variantes de la misma idea: ¡Beneficio! Los libros de librepensadores estarían rigurosamente prohibidos. Personajes históricos creadores de ideas revolucionarias serías removidos de sus pedestales y de los libros de historia. ¡Incluso la Biblia sería abolida! Apenas concluyese la guerra se haría una gran pira con millones de libros de soñadores e idealistas, y arderían en todas las plazas públicas del planeta. De esta manera, librándonos de las ideas y de los libros que las propagan, conseguiríamos, por fin, la hermandad universal en torno a un único dirigente, para un mundo sin complicaciones, sin controversias ni polémicas, sin nada que debatir o analizar. Los primeros en arder serían los libros de filosofia. Platón y Aristóteles serían considerados al mismo nivel que Marx y Engels; Sócrates como Lenin y Kant como Stalin. Ese era el mundo que vaticinaban los intelectuales cuando estaban en ruinas los museos, las escuelas, las bibliotecas y las iglesias.

En ese ambiente pesimista contra los libros, yo aposté por ellos y abrí esta librería en el mismo lugar en que había estado la de mi abuelo, pero tuve que esperar a que se reconstruyera el edificio, porque, como muchos otros, había sido dañado por los bombardeos.

El 2 de septiembre de 1945, cuando se firmó el armisticio yo acababa de cumplir 26 años. Estuve movilizado, pero no llegué a participar en ninguna batalla. Mi padre tenía una gran influencia en los dirigentes locales y consiguió un destino en Intendencia el tiempo que duró la guerra.

María no había nacido. Yo llegué a conocer a su madre, de quién María heredó su belleza. La niña que llegaría a ser mi esposa, nació el último día del año 1946, cuando todavía estábamos conmocionados por la destrucción del ochenta por ciento de los edificios del barrio.

Todo debía reconstruirse: Las dos iglesias, la biblioteca, la escuela de primaria, la enfermería. Algunas calles eran intransitables y en todas se amontonaban los escombros. No quedaba mucho tiempo para la lectura.

En 1965, 20 años después, la vida en el barrio había vuelto a la normalidad e intentamos olvidar lo que habíamos dejado atrás. La barbería de Jonás estaba a dos manzanas de mi librería y vi crecer a María asombrado por su inusual belleza. Sentía celos de los niños que compartían sus juegos y lamentaba haber nacido veintisiete años antes que ella. Cuando María se hizo mujer y estaba en edad de contraer matrimonio, yo ya era demasiado viejo, y no me atreví a declararle mis sentimientos, y tuve que soportar verla acosada por media docena de pretendientes. ¡Nunca pude imaginar que esa niña llegaría algún día a ser mi esposa; mi dulce María. ¡Pero así se comporta el destino!

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