16. Una noche memorable





(Narrador: Jacinto)

¡Sí, aquella noche, en la que el pequeño Rodolfito llenaba de orgullo a nuestro barrio, fui el policía más feliz de la Tierra! Fue una noche memorable, en la que todos aprendimos una gran lección: Todas las leyes son inútiles donde no hay honradez. Nadie esperaba que aquel anciano párroco, apegado a las más profundas raíces teológicas; firme en sus convicciones morales y fiel seguidor de la más pura ortodoxia católica, renunciara a 50 años de servicios religiosos y se arriesgara con su excomunión a la condenación de su alma ¡para salvar de la cárcel a una prostituta!

Ese buen párroco ya debe de estar sentado a la diestra de Dios padre, como lo están todos los hombres y mujeres justos, porque falleció un año después. Pero debo recordar que antes de morir le fue revocada su excomunión, como no podía ser de otra manera, por lo que murió en la más absoluta gracia de Dios. Paradójicamente quién mayores elogios hizo de este buen cura fue Erasmo, el pastor protestante del barrio. Dijo de él que la religión más verdadera es la que nos hace obrar con justicia, por encima de cualquier otra consideración, lo que es igualmente válido para católicos o protestantes. ¡No se pueden consentir injusticias amparándose en la religión!

El entierro fue un duelo sin precedentes en la historia de nuestro barrio, muchos no pudieron contener el llanto. Pero lo más memorable fue que acudieron prácticamente todas las prostitutas de la ciudad, porque había corrido la voz de su gesta en favor de Linda.

La otra lección que nos dio la experiencia de aquella noche fue que no debemos prejuzgar a las personas por su apariencia o imagen. Todo el vecindario estaba ya dispuesto a darle la espalda a Marcus, solo porque su acompañante no vestía como se espera de una mujer decente, pues es más culpable quien disimula su indecencia debajo de sus vestidos decentes.

Romano fue acusado de prevaricación, pero después supimos que la mayoría de sus propiedades las había adquirido por medios criminales, falsificando las escrituras de los propietarios de viviendas muertos durante la guerra y cuyos registros de la propiedad habían sido destruidos. Por lo que permaneció en prisión hasta su fallecimiento, seis años después. Sus propiedades fueron confiscadas y entregadas a quienes pudiesen justificar ser sus herederos, las demás pasaron a ser propiedad del Ayuntamiento de la ciudad, y se utilizaron como viviendas sociales para los más necesitados. Romano tuvo el final que merecía, y con su detención y encarcelamiento, libramos al barrio de un personaje indeseable. En cuanto a Raulín, solo estuvo preso seis meses, pero cuando fue puesto en libertad no tenía ya quien financiera sus maldades y abandonó el barrio, sin que sepamos todavía dónde se encuentra.

Después de aquel suceso fui propuesto para un ascenso, pero a pesar de que aquella noche fui consciente de lo importante que fue mi contribución como policía en la solución de aquella injusticia, mi confianza en la justicia quedó profundamente dañada, por lo que no podía seguir haciendo mi trabajo con la necesaria convicción, y decidí, no sin gran pesar tras veinticinco años de servicio en este barrio, pedir mi jubilación del cuerpo.

Pero había otro motivo más importante que mi frustración como servidor de unas leyes en las que ya no creía: ¡Margarita! Su floristería había progresado tanto que ella sola ya no podía atenderla. Necesitaba ayuda. ¿Y quién mejor que su propio marido? Así es que decidimos que había llegado el momento de unir nuestras vidas en matrimonio.

Si el entierro del padre Serafín fue multitudinario nuestra boda no estuvo menos concurrida. Aunque en su mayoría eran modestos, tuvimos que ocupar una sala de la vivienda para depositar los numerosos regalos que recibimos.

Fue otro día memorable. Margarita insistió en que no vestiría de blanco, porque se presentaba ante el altar con una hija de 10 años, pero yo la convencí de que esa no era una razón para no vestir de blanco. ¡Ya había hecho suficiente penitencia para ganarse este derecho! Así es que no escatimamos medios y pudo lucir un sencillo pero inmaculado vestido de novia blanco.

Yo estaba profundamente preocupado por la reacción de Luisa. A pesar de que durante nuestro largo noviazgo yo traté siempre de comportarme como lo hubiera hecho su verdadero padre. Pero ahora era distinto, porque mi relación con su madre sería más íntima y Luisa podría sentirse desplazada. Por esa razón acordamos contener nuestras muestra de afecto hasta que Luisa estuviera segura de que su madre no había dejado de quererla como antes de nuestra unión.

Solo sentimos que no hubiera sido el padre Serafín quien nos casara y nos diera su bendición, en su lugar el obispado dio la parroquia a un joven sacerdote de esta misma generación, por lo que no sabía nada de nuestro pasado, ni había oído hablar ni de Romano ni de Marcus.

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