17. La boda




(Narradora: Margarita)

¡Aquel primer domingo de mayo de 1965 fue el día más feliz de mi vida! Por fin veía todos mis sueños realizados: tenía un marido de quien estaba enamorada (y desde luego que todavía lo estoy), una hija que era mi orgullo y una floristería que cada día tenía más clientes ¿Qué más podía pedir? Atrás quedaron enterrados y olvidados los malos años de sacrificios y de incomprensión de mis vecinos, claro que tengo que comprenderlos porque aquellos eran otros tiempos y otras mentalidades. Aquel luminoso día de mi boda entré en la iglesia católica tan ligera de cualquier remordimiento que hubiera podido hacerlo flotando en lugar de andando. Jacinto me convenció para que vistiera de blanco, el mismo color del precioso vestido de Luisa, que parecía ella la novia y no yo. Tengo que aclarar que mi marido pertenecía a la iglesia protestante, pero después de conocerme se convirtió a la católica. No solo porque yo pertenecía a esta iglesia, sino por su admiración por el padre Serafín.

La ceremonia fue muy emotiva, y yo no pude evitar llorar de felicidad cuando le acepté por mi marido con esa hermosa frase con la que sueñan la mayoría de las mujeres «¡Sí, quiero!»

Luisa ya era lo suficientemente mayor para entender lo que estaba pasando, pero mi pobre hija estaba sumida en una gran confusión, y era fácil leerlo en la expresión de su rostro, entre sonriente y asustada. Ella sabía que a partir de aquel día Jacinto ya no sería el amigo de su madre. No solo sería mi marido, sino también su padre y no sabía cómo debería comportarse. Pero Jacinto tuvo la paciencia y la habilidad de ganar su confianza y hacerla sentir lo que se esperaba de un padre.

Jacinto era para mí el socio perfecto, el marido fiel y el padre responsable. Cambió el uniforme por el delantal de trabajo de jardinero, las esposas por las rosas y los geranios, los criminales y ladrones por los clientes, la comisaría por la floristería, la cárcel por el invernadero, el inspector—jefe por una esposa, y de regalo se encontró con una hija ya crecida, que le necesitaba. ¿Podía ser más feliz?

No tardó mucho en aprender el oficio de jardinero, incluso parecía que las plantas que él regaba y cuidaba, crecían más robustas, florecían antes y se marchitaban más tarde. Las plantas debían sentir su energía positiva, porque no cabía otra explicación.

Luisa ha llamado por teléfono a los que fueron nuestros testigos de bodas, Guido y Marcus, para invitarlos a la celebración de nuestras bodas de plata. ¡Veinticinco años de felicidad! No los he visto desde la boda de mi hija con Rodolfo, porque ahora no podemos llamarle «Rodolfito». Recuerdo cuando Marcus me dijo el día que me regaló los pendientes que compré en su bisutería para su primera comunión: «¡Antes de que te des cuenta, tu Luisa estará en edad de casarse!» ¡Y ya está casada sin que verdaderamente «me haya dado cuenta»!, porque el tiempo pasa como en un sueño cuando eres feliz y se eterniza cuando eres desdichada.

Sí, el tiempo vuela, Jacinto acaba de cumplir setenta años y yo ya he sobrepasado los sesenta. Cuando me contemplo en el espejo siento que mi espíritu, que nunca ha sobrepasado los veinte años, está unido a un cuerpo que no es el mío. Solo Jacinto conoce mi secreto. ¡Para él sigo teniendo veinte años! Es triste envejecer, pero mucho más triste es envejecer con la sensación de haber malgastado los años sin haber hecho algo de lo que poder estar orgulloso, y yo no tengo motivos para estar triste. Por si la vida no me hubiera obsequiado bastante con un buen marido y una hija afectuosa, Luisa, me colmó de felicidad haciéndome la abuela de una encantadora criatura, Jesúa, que cuando tenía solo dos añitos ya sabía llamarme ¡«abuelita»! ¿Qué podría pedir más a la vida? Solo me gustaría pedirle que cuando me llegue mi hora de dejar este mundo, acepte la muerte con la misma entereza como he aceptado la vida.

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