3. Presentación




PRESENTACIÓN DE LOS PERSONAJES


La joven y bella, María

El personaje más admirado de esta historia es la encantadora y bellísima María. Yo solo espero a que pase por delante de mi bisutería para llenar de luz mi oscura vida. No tengo más aliciente en todo el tiempo que me ocupo de mi ruinoso negocio que su deseada presencia. Siempre que pasa por delante de mi modesta tienda de bisutería se detiene a contemplar las baratijas, que no pueden realzar más su belleza. Pero su coquetería natural le atrae hasta mi pequeño escaparate. Por alguna misteriosa razón, le seduce un collar de perlas de imitación y las gargantillas de fieltro negras. Pero ¿no es un sacrilegio ocultar ese precioso cuello?

María es hija de un modesto peluquero del barrio, viudo desde hace un año, y solo tiene a su bella hija para que se haga cargo de la casa. El padre es ya un anciano que debería de jubilarse, pero no tienen otro medio de vida que la peluquería. Desde luego que yo no me afeitaría en su barbería, porque ya no puede sujetar la navaja de afeitar sin que le tiemblen las manos. No sé cómo sobreviven, porque su barbería esta normalmente vacía. No creo que sus escasos clientes asiduos les permitan vivir decentemente. Supongo que debe confiar en que su bella hija encuentre un buen partido que les saque a ambos de la miseria. ¡Cuánto daría por ser yo ese privilegiado! Pero mi negocio no es menos ruinoso que el suyo.

—María —me atrevo a decirle mientras ella no aparta su mirada del falso collar de perlas—, siempre que pasas por delante de mi tienda te detienes a contemplar ese collar. ¿Te gusta? ¡Podría regalártelo!

María es joven, pero no ingenua. Debe saber que nadie regala algo a cambio de nada, y yo no soy un ángel. Ella me sonríe, y no tiene en cuenta la inmoralidad de mi generosa oferta.

—¿Para qué quiero un collar tan bonito si no tengo un vestido para lucirlo?

—Si tú quisieras podrías vestirte como una reina...

—¿Una reina sin un rey? —me interrumpe, sin perder su encantadora sonrisa.

—¡Todavía hay príncipes solteros!

—Pero no se pasean por este barrio.

—¿Y no hay en el barrio ningún príncipe que te haga su reina?

Me responde con una nueva sonrisa que me deja con la duda y prosigue su camino. Solo su juventud justifica su alegre carácter, porque su vida debe estar rodeada de una gran tristeza.

María es la mujer más deseada del barrio y son muchos sus pretendientes, pero ella parece esperar algún príncipe azul que solo debe existir en su fantasía. Tal vez sea alguien de fuera de nuestro barrio quien sea el privilegiado de ganar su corazón


Adela, la panadera chismosa

En todos los barrios siempre hay alguna chismosa encargada de informar al vecindario de los escándalos y los entresijos de la vida privada  de los vecinos.  Nuestra chismosa es Adela, una mujer entregada con verdadera pasión, e incluso diría que vocación, a chismosear sobre la vida privada de la comunidad. Si alguien está interesado en vender algo a plazos, no tiene más que consultar a Adela sobre su estado financiero. Como  cada mañana pasa por delante de mi tienda de camino a su panadería. Cuando nos ha visto no ha podido evitar enterarse de lo que estábamos tratando. Sospecha que yo, a pesar de mis casi 50 años, también estoy interesado en ser uno de sus pretendientes. Ha estado observando la escena y, como es propio de su entrometido carácter, no puede evitar ponerme al corriente de su chismes:
—¿Quién conseguirá cazar esta hermosa corza? ¿El hijo del carbonero? Es apuesto y está perdidamente enamorado de esta criatura, que le regala el carbón para ganar su afecto. Pero ella ni le quita ni le da esperanzas, porque los inviernos son largos y fríos, y necesita su carbón. Pero quien no le quita ojo, y desde luego, no con sanas intenciones, es Raulín, el hijo mal criado de ese usurero de Romano. La pobre criatura terminará por ceder a sus malvados deseos, porque necesita alguien que les libre de sus deudas, a pesar de que en muchas tiendas donde despachan jóvenes le rebajan e incluso le regalan lo que compra. Yo también le regalaría el pan  si no  temiera las protestas de mis  otros clientes. Corre el rumor de que deben seis meses del alquiler de la peluquería, que como muchos otros inmuebles del barrio, es propiedad de Romano. Su perverso hijo no dudará en aprovecharse de su situación para tener sus favores...
No estoy interesado en su chismosa información, pero en este barrio todos nos conocemos y dependemos unos de otros, por eso es necesario mantener una buena convivencia. Le hago ver que estoy interesado.
—Ya veo Adela que estás bien informada.
—No creas que yo busco las noticias, me las dan en la panadería. Si no las escuchase sería una falta de educación. No tengo más remedio que soportar sus chismes. En mi panadería no se habla de otra cosa que del futuro marido de María. Hasta se han hecho apuestas por acertar con quién de sus muchos pretendientes terminará casándose.
—¿Y quién de todos ellos es el favorito?
—¡Guido, el librero, por supuesto!
—¡Pero debe rondar los cuarenta años!
—¡La mejor edad para un hombre! A las jovencitas les atraen los hombres maduros y con experiencia de la vida, y no tiene mala posición, porque el negocio de libros parece que no le va mal, y no creo que le guste vivir sin una mujer que le cuide y atienda su casa. Yo creo que harían una buena pareja, porque Guido es un caballero. Pero está por medio su prometida, Julia, aunque dicen que no se entienden muy bien. Desde luego que no es oficial y no están comprometidos. No sé si, además de Guido, le gustan también los libros, porque debe tener llena su casa de libros sin leer, ¡no sale de su librería!
También mi Lucio anda tras de ella, pero no le consentiríamos que se case con una mujer que está en boca de todo el barrio. ¡No digo que no sea honrada, pero corren tantos rumores!
Afortunadamente ha entrado una clienta en mi tienda y tengo una buena excusa para despedirme y terminar esta conversación tan denigrante. Ella parece contrariada, como si yo hubiera llamado a mi clienta para encontrar la excusa para dejarla plantada, con la mitad de sus chismes sin contar, y prosigue su camino sin disimular su contrariedad, pero pronto encontrará una nueva víctima para su perversa afición.


Jacinto, el policía del barrio

Jacinto no es un nombre muy adecuado para un policía, pero teniendo en cuenta su carácter amigable y tolerante,  tal vez sea después de todo el apropiado. Puntual como siempre, Jacinto, el policía municipal, entra en mi tienda para interesarse por mi seguridad. Pero la verdad es que, gracias a Dios y a su dedicación, en nuestro barrio la policía tiene poco trabajo, y tenemos suficiente con el tolerante y paciente Jacinto.
—¿Todo en orden, Marcus? —me hace la misma rutinaria pregunta de cada día.
—Por aquí todo en paz —yo también le doy la misma rutinaria respuesta—. ¿Y cómo están las cosas en el barrio? ¿Ningún raterillo que detener, un borracho que calmar o un vecino escandaloso que amonestar?
—Por desgracia, ha pasado algo que lamentar. El gato de la anciana Rosita ha muerto atropellado por un auto a la puerta de su casa. El pobre animal seguía a la anciana cuando se dirigía a la iglesia a oír misa. Ha sido tan fuerte su impresión que la pobre mujer ha perdido la fe, y asegura que no pisará jamás un lugar sagrado.
—Parece ser que Dios no solo se ha olvidado de nosotros, sino de nuestras inocentes mascotas. Puede que el iluminado de Nietzsche llevara razón, y Dios haya muerto.
—Si Dios ha muerto será porque nosotros lo hemos matado. ¡Pero no hay cuerpo de policía que pueda encerrar a los asesinos, porque no podemos meter en la cárcel a toda la humanidad, ¡porque todos somos culpables!
Con frecuencia mis distendidas conversaciones con Jacinto acaban en profundas reflexiones y conclusiones morales y filosóficas pesimistas, porque aunque él no esté de acuerdo, creo que los seres humanos somos malos por naturaleza, y solo el miedo al castigo nos mantiene en paz. Si no hubiera leyes represivas esto sería la selva,  la ley del más fuerte  y mejor adaptado.
Jacinto suspira impotente, como si sintiese no poder hacer su trabajo con el resto de la humanidad como lo hace con nosotros, y se despide de mí con una inquietante pregunta, propia de un optimista:
—¿Llegará un día en que los seres humanos no nos necesiten? 
Mi respuesta es clara y contundente:
—Sucederá lo contrario, ¡tendrá que haber un policía por cada ser humano!
 Yo no pensaba así antes de la guerra, sino todo lo contrario. Creía en las cualidades morales innatas del ser humano. Pesaba que eran las circunstancias adversas, la ignorancia y una mala educación, lo que nos hacen ser perversos. Pero después de contemplar a seres humanos torturar  y matar a otros semejantes solo porque no pertenecen a su raza ni a su cultura, perdí la fe en las buenas cualidades innatas del ser humano.


Margarita y su hija Luisa

Otro día perdido detrás de un mostrador, sin más alicientes que ver pasar la gente por delante de la puerta de mi tienda. Afortunadamente existe el tiempo, que transcurre inexorablemente y ya es hora de cerrar. Estoy a punto de cerrar, pero tengo una inesperada clienta, es Margarita, la florista del barrio, que no hay duda de que su nombre es el más adecuado para su negocio. Admiro a esta mujer luchadora y tenaz, que no ha sido bien tratada en la vecindad. Quiere comprar unos pendientes para la primera comunión de su hija, Luisa. 
—Hay que ver, Marcus, como pasa el tiempo. Parece que Luisa nació ayer, y ya ha cumplido nueve años y está a punto de tomar su primera comunión.
La pequeña Luisa nació por un frustrado amor de Margarita, y no tiene apellido paterno. Nadie sabe quién puede ser el padre, porque ella nunca lo ha revelado. Ni siquiera Adela lo sabe.  Es una niña encantadora; una flor más en su floristería. En los primeros días después de que se supo las circunstancias de su embarazo, Margarita fue muy mal tratada en el barrio, porque en el fondo todos, menos Leonardo, el maestro de la escuela de primaria, que es un socialista radical, y Efraín, nuestro diputado socialdemócrata,  éramos más o menos conservadores y poco tolerantes de estos comportamientos. Pero Margarita llevó con resignación nuestro rechazo, y supo criar a Luisa con el afecto y la protección del padre ignorado. Ahora todos sabemos que mantiene relaciones serias con Jacinto, que seguramente terminarán en boda, y reconocerá a Luisa dándole un apellido. ¡Un policía casado con una florista y madre soltera! Sin duda que la guerra cambió muchas cosas en nuestras anteriores mentalidades, y nos ha hecho más tolerantes. ¡Algún beneficio tenía que tener!
—Y antes de que te des cuenta Luisa estará en edad de casarse —le comento, convencido de la frugalidad del tiempo.
—¡No, por favor, que no pase el tiempo tan deprisa! ¡No quiero separarme de mi hija!
—Tú tenías su edad cuando estalló la guerra, y  te separaron para siempre de tus padres.
—¡Eso no le ocurrirá a Luisa!
—¡Que Dios te oiga, si es que no ha muerto!
Elige los pendientes, pero no le cobro nada, quiero que sea mi regalo de comunión de Luisa. Ella me lo agradece con su tenue sonrisa, la de una mujer que ha sufrido la incomprensión de sus vecinos.
La niña se ha acostumbrado a ver a Jacinto en compañía de su madre y si por fin llegan a contraer matrimonio, no le costará demasiado aceptarle como su padre. De todas formas ya tiene edad de comprender las cosas, y debe saber que Jacinto no es su verdadero padre. ¿Cómo puede una niña de 9 años comprender las razones y los argumentos de los adultos que justifiquen su abandono? ¡Confieso que soy incapaz de hacerme ni una somera idea!
Rodolfo el carnicero, y su hijo prodigio, Rodolfito 
Recojo la escuálida caja del día y cierro el comercio. No es que pueda permitirme cada día el gasto de beber una cerveza y pasar un rato entretenido en el Café Central, pero me lo quitaría de comer antes de privarme de este relajante momento. Mi modesta tienda está situada en la calle principal del barrio, donde están la mayor parte de los comercios. La amplia calle desemboca en la plaza, y es fácil encontrarse con conocidos o colegas de otros comercios que cierran a la misma hora. 
Unos metros más allá de mi tienda me encuentro con el obeso Rodolfo, carnicero del barrio, capaz de despiezar una vaca en cinco minutos. Estoy convencido de que ama su trabajo, posiblemente sea el único del barrio. Su vida parece un cuento de ogros que se comen a los niños, pero en este caso se trata de cerdos, terneras, vacas y creo que también vende carne de caballo, tan frecuente durante la guerra. Es el único que parece ser feliz en su matrimonio. Su mujer, Ignacia, tan obesa como él, tiene el carácter bonachón y tranquilo de las personas gruesas, y parece incapaz de tener un solo pensamiento que vaya más allá de su carnicería, su marido y su hijo. Por eso creo que debe ser feliz. 
Por si no tuvieran bastante dicha con sus pancetas y sus solomillos, Dios parece haberles bendecido con un hijo prodigio. Dicen que tiene una asombrosa capacidad de cálculo y una prodigiosa memoria, pero destaca sobre todo por su virtuosismo con el piano. ¡No tiene una razonable explicación que semejante criatura haya sido el fruto de ese matrimonio!  Hay  quien asegura que es de ella quien ha heredado su precocidad, pero es demasiado tímida y sencilla para demostrarlo. Con ella, en su carnicería no son necesarias las calculadoras. Al parecer recuerda todos los nombres y apellidos de todos sus clientes.
—Hola, Marcus. ¿A tomar tu cervecita? —me saluda con su voz ahogada propia de los obesos.
—Hola Rodolfo y Rodolfito. Sí, los vicios definen la fuerza de voluntad, cuantos más tenemos menos fuerza de voluntad nos queda, y a mí me queda ya muy poca. ¿Dónde vas con el pequeño Rodolfito?
—Voy a mis clases de piano —me responde su hijo sin esperar la respuesta del padre, a quien debe considerar incapaz de cualquier pensamiento inteligente.
—¿Cuándo nos volverás a deleitar con un nuevo concierto de piano?
—No lo sé —responde ufano, pero acostumbrado a los halagos—, pero me han invitado a un concurso para jóvenes talentos de la televisión el mes que viene, y tengo que prepararme.
El desplazado padre permanece sonriente y no puede disimular su orgullo de ser el progenitor de semejante lumbrera, pero en el más absoluto silencio, como encantado e incapaz de intervenir cuando su prodigioso hijo habla con alguien.
—¡Eso es fantástico! —le respondo mostrando entusiasmo, pero en el fondo siento lástima de este niño a quien su inteligencia superior le ha robado su infancia. 
Yo también fui un niño prodigio y tampoco tuve una infancia feliz. A los 10 años ya había leído La Odisea y la Ilíada de Homero, y la mayoría de las tragedias de Sófocles y de Esquilo. No encontraba divertidos los juegos de mis compañeros del colegio, solo la lectura me proporcionaba alguna alegría y siempre me acompañaba un buen libro. Mi padre no pudo enseñarme el oficio de joyero y se resignó a que siguiera alguna carrera de humanidades, aunque sabía perfectamente que con esos conocimientos nunca me podría ganar la vida, como así fue.
Rodolfo e hijo se dirigen a la parada de un autobús que les dejará cerca del Conservatorio, donde al parecer, el pequeño Rodolfito asombra a sus profesores. Le están preparando para que sea un ganador, lo que sería un buen reclamo para el Conservatorio y su profesores.


Laura, mi amor tardío

El Café Central no está muy animado, todavía es temprano. Se suele animar a media noche. Es asombrosa la cantidad de gente que trasnocha en este barrio, y nunca cierra hasta bien entrada la madrugada. Es durante esas horas cuando surgen las más acaloradas tertulias espontáneas, sobre los temas más disparatados, para los que siempre hay contertulios. Pero lo cierto es que siempre degeneran en charlas de borrachos y no son muy interesantes. Por lo general los temas son monografías: política y sexo.
Hemos coincidido en la entrada del café Laura y yo. Laura es mi amiga desde hace casi un año y lo hemos convertido en una costumbre vernos en este café cada día para intercambiar lo que ha dado de sí nuestros respectivos trabajos, lo que por lo general no es muy interesante. Nos conocimos durante un concierto de la Filarmónica Nacional, que recuerdo interpretaron los conciertos de Brandemburgo, del divino Bach. Laura es una viuda de guerra. Tenía tan solo 18 años  y estaba prácticamente recién casada, cuando un obús acabó con la vida de su flamante marido. Ella se siente culpable de su muerte, porque durante una alarma de bombardeo, cuando ya estaban en la entrada del refugio, le hizo volver a su casa en busca de un pequeño cofre donde guardaba algunas joyas familiares de gran valor y que habían olvidado. Su marido nunca regresó, pero recuperó las joyas que el muerto sujetaba todavía entre sus ensangrentadas manos. Por esta razón se sintió responsable  de su muerte y no intentó rehacer su vida y ha permanecido soltera y solitaria hasta que me conoció. 
Tal vez sea por sus remordimientos o por mi apatía, que nuestra relación no es muy creativa y mucho menos apasionada. Sé que ella espera que nuestra amistad suba de grado y sea menos formal y más romántica, pero yo he perdido la necesaria fantasía e imaginación para complacerla. No sé cómo me soporta y persiste en mantener una amistad con tan pocos alicientes.  Ella es la responsable de la Biblioteca municipal de nuestro barrio. Por eso los temas más frecuentes de conversación son los libros y sus autores. Yo intento ser amable y hago ver que estoy interesado, pero la verdad es que probablemente habré leído no más de media docena de libros desde que finalizó la guerra. Ha sido tan profunda mi frustración que he llegado incluso a aborrecer los libros. 
Nos acomodamos en una pequeña mesa, junto a los grandes ventanales que dan a la plaza, y ella saca un grueso libro del bolso, que me enseña.
—¡Mira, Marcus, la última edición de las obras completas de Goethe! ¿Te gusta Goethe? —me pregunta intentando meterme en el tema y vencer mi apatía.
—Fue mi lectura de juventud —le comento sin mostrar interés—. Entonces me impresionó, pero ahora sería incapaz de leerlo. ¡Demasiado antiguo!
—Confiésalo, Marcus, en realidad ya no lees nada. ¡Nunca me has pedido un libro en la Biblioteca!
No me ha parecido oportuna su observación, pero la disculpo porque es cierto. Después de haber vivido los horrores de una guerra, no me queda nada que me sorprenda. A veces intento leer una novela y me parecen literatura para niños, o para personas que todavía tienen la capacidad de imaginar lo que están leyendo. Yo no puedo imaginar nada porque la realidad que he vivido ha superado lo imaginable. ¡Estoy condenado a ser realista, he perdido la capacidad de soñar!
Sé que ella comprende la causa de mi falta de interés por cualquier romanticismo. Puedo ser un fiel amigo, pero un mal amante. No insiste y parece resignada, pero nuestra relación no es muy consistente. Después de un año de hacer las mismas cosas, encontrarnos en el mismo sitio, hablar siempre de los mismos temas, comentar nuestros achaques y pasear por los mismos lugares, creo que mejor sería terminar amistosamente esta anodina amistad y probar suerte con otras personas.


Guido, el librero, y su extrovertida amiga Julia 

Acaba de entrar en el café Guido, una de las personas más interesantes del vecindario. Es dueño de la librería del barrio, y su tradición de librero le viene de su tatarabuelo, que abrió la primera y única librería de este barrio a mediados del siglo pasado, en plena efervescencia revolucionaria, cuando los libros eran tan eficaces y mortíferos como las pistolas y las granadas de los anarquistas. También tiene una compañera, Julia, con la que no comparte prácticamente nada, pero ella insiste en ganar su amistad, porque le apasionan los libros. También es su ferviente admiradora, porque Guido es autor de cuentos y relatos, que suele publicar en la sección cultural de una revista mensual editada en el barrio, con su colaboración financiera. En mi opinión, tiene imaginación, pero Dios no le ha otorgado el don de la inspiración, y no pasan de ser entretenidos, pero carecen de originalidad. Laura y ella son grandes amigas, porque comparten la misma pasión por los libros. 
Nos han visto, y Julia se abalanza literalmente sobre Laura y la abraza efusivamente. Les invitamos a que compartan nuestra mesa. Julia se sienta junto a Laura y la abruma con mil preguntas sobre libros.
—¿Ya tenéis en la Biblioteca la última novela de Max Frisch? ¿Y el «Ulises», de Joyce? ¿Habéis recibido la inquietante novela «La naranja mecánica» del paranoico Anthony Burgess; o esa maravilla literaria, «Cien años de soledad» del genial colombiano García Márquez. ¡No me digas que todavía no está en la Biblioteca esa joya argentina, «Rayuela», del atractivo Julio Cortázar... Claro que, bien pensado, mejor es que tardéis algún tiempo en tenerlas, para que las podamos vender en la librería. 
Julia habla en plural cuando se refiere a la librería, pero Guido no parece estar de acuerdo. Hacen una extraña pareja y no creo que se consolide esta unión. Ella es demasiado extrovertida, incontinente; habla por los codos y siempre pretende ser el centro de atención. Cuando no le queda más remedio que guardar silencio, no presta la mínima atención a quien está hablando, y parece concentrarse en no perder el hilo de su tema de conversación, para seguir con lo mismo, como si nadie hubiera dicho nada mientras guardaba silencio. No comprendo por qué Guido la soporta.
—¿Quién se llevará el Nobel este año, Guido? —le pregunto para llevar el tema de conversación a lo que le resultaba familiar.
—Suenan varios nombres, pero el candidato más firme es un griego prácticamente desconocido en el mundo literario, Yorgos Seferis. Pero hay otros candidatos con muchas posibilidades, como Pablo Neruda o Samuel Beckett. Yo se lo daría sin duda a Neruda.
—¿Y cuándo lo ganarás tú? 
Julia aprovecha mi jocosa pregunta para elogiar desmesuradamente a su amigo.
—Guido tiene méritos suficientes como para ganar el premio Nobel, pero él es demasiado modesto como para reconocerlo.
Guido parece molesto por este elogio, que él sabe que es infundado y trata de corregirlo.
—Julia, no es  por falsa modestia, pero ni por lo más remoto merecería yo este galardón. ¡Ni siquiera he escrito todavía una simple novela!
—Perdona, Guido —insiste ella—, pero los  autores nunca sabéis apreciar lo que escribís, somos los lectores los que tenemos la última palabra, y la mía es que tú eres un genio ignorado.
—Julia —intervengo yo—, no puedo estar de acuerdo contigo. Son los autores y no los lectores  los que deben saber el valor de lo que escriben, porque la de los lectores es una opinión muy subjetiva.
Laura asiente con un enérgico gesto de cabeza. Guido quiere zanjar este tema de conversación y nos sorprende con un cambio de tema radical:
—¿Ganarán este año los socialdemócratas las elecciones?
Julia ha quedado desplazada. Ella no tiene opiniones sobre política. Creo que Guido lo sabe y por esa razón ha introducido el tema.
En realidad somos pocos los que tenemos ideas políticas. También la guerra anuló nuestro interés por la política. Pudimos ver hasta que extremo de barbarie pueden llevar las ideas políticas. Pero, al mismo tiempo, somos conscientes de que al menos tenemos que cumplir con nuestro deber de ciudadanos responsables y votar en conciencia, ahora que hemos recuperado la democracia, y que por dejadez o falta de interés nos la vuelvan a secuestrar.


Romano y su  corte servicial

Como he comentado al principio, en este café nos reunimos prácticamente todos los que tenemos algún negocio en la vecindad. He visto entrar a Romano, soberbio como siempre, consciente de su poder y su gran influencia sobre la comunidad, dueño de innumerables inmuebles del barrio. 
Solo sabemos de él que antes de la guerra era  un simple ujier en la Oficina del Catastro , y que después de la guerra era ya un hombre rico, aunque la mayoría de las propiedades que posee están registradas a nombre de su joven esposa. Tiene una mesa reservada, que comparte con sus dos únicos amigos: el notario y un abogado y sirviente, que le lleva con mano de hierro sus negocios inmobiliarios.
Apenas se ha sentado ha hecho un autoritario gesto para llamar al camarero, quien acude como si fuera su perro faldero. La razón son las generosas propinas que suele dar a quienes le sirven con docilidad. Su aspecto es el de un usurero de los cuentos de Charles Dickens. Siempre viste un impecable traje oscuro y un sombrero de fieltro negro, que deja colgado en un perchero solo para su uso personal y de sus dos amigos. Suele cenar aquí, en compañía de su corte de aduladores y servidores.
Además de los negocios inmobiliarios, este tirano se dedicaba a prestar dinero con usura durante los primeros años de la postguerra, que invertía en la compra de más inmuebles en el barrio. Se divorció de su primera y sufrida esposa, con la que tuvo a Raulín, para casarse con Roxy, la joven hija de uno de sus clientes arruinados por su usura, y para burlar al fisco, puso a su nombre la  mayoría de los inmuebles. Roxy, nunca la he visto en el café, puede estar incapacitada o castigada por este tirano usurero. Su hijo, Raulín, es de los trasnochadores, que ocioso, no tiene otra cosa que hacer que emborracharse cada noche y hablar mal del Gobierno o de sus proezas sexuales, como suele hacer todos los borrachos.
Este siniestro personaje sabe que es literalmente odiado por todo el vecindario, pero lejos de sentirse incómodo parece que el que le odien prueba su gran poder e influencia en la vecindad. Cuanto más le odian más importante se cree.
Entre sus muchos enemigos del barrio, cuenta con uno de auténtico lujo: Leonardo, el joven maestro de la escuela primaria. Y si lo he citado es porque acaba de incorporare a esta nave de locos, que es este café. Yo siento un especial afecto por este joven maestro, aunque no comparto su ideología, pero sí su valiente y decidido talante frente a la adversidad, ¡tal como era yo a su edad!
Leonardo, maestro de la escuela de primaria 
Es un joven algo taciturno. No es la persona que te encanta al primer golpe vista y deseas que sea tu amigo. Antes al contrario, causa una cierta repulsión por su profunda y acusadora mirada, que consigue hacernos sentir culpables aun sin saber por qué causa. Por eso prácticamente no tiene amigos, y viene siempre solo al café. Suele acomodarse en uno de los asientos adosados a la pared, y bebe una cerveza, mientras ojea un periódico del partido en el que milita activamente. No es desde luego un buen candidato a posible marido para la bella María, aunque es también uno de los secretos pretendientes. Sospecho que debe ser una persona compleja de sentimientos profundos y de ideas radicales, lo que es una buena cualidad para asegurar la fidelidad, pero María no parece ser una mujer complicada y necesita algo más que fidelidad. 
Durante la guerra apenas era un adolescente, pero fue movilizado durante los últimos años de la contienda. Afortunadamente para él, apenas se incorporó, se firmó el armisticio que puso fin a esa locura. De aquella breve experiencia le viene su radicalismo socialista. Aunque milita activamente en le partido socialdemócrata, él está mucho más a la izquierda, pero su empleo de maestro de primaria le obliga a ser más moderado.
A pesar de su huraño aspecto, tengo la impresión de que no le gusta la soledad, aunque su carácter pueda sugerir lo contrario. Sospecho que no acude al café a beber su cerveza y ponerse al día con las acciones del partido, porque regularmente alza la vista y contempla la gente del café, y sobre todo, quién entra, como si esperase a alguien en particular. Así no es posible concentrarse en la lectura. Es evidente que espera que aparezca alguien conocido y que le haga compañía. 
En uno de esos breves vistazos me ha reconocido y me saluda con un breve gesto con la mano, y una sonrisa que logra transfigurar la rigidez de su rostro, por lo  que parece ser una pose, pero como todo el mundo, debe añorar una compañera. 
—Ahí está como siempre Leonardo, presumiendo de lobo solitario, cuando tengo la impresión de que en el fondo tiene la mentalidad de un perrito faldero —comento a mis amigos. 
Julia, siempre tan extrovertida y generosa en sus exuberantes afectos, sugiere que le invitemos a nuestra mesa. Es una canallada por mi parte, pero creo que harían una buena pareja, y de paso dejarían a Guido vía libre para intentar ganarse el corazón de María. Yo también creo, como la chismosa Adela, que, a pesar de la diferencia en la edad, no harían mala pareja. La belleza, como el caviar o las ostras, no son para paladares inexpertos. Solo un hombre maduro e inteligente es capaz de ver el alma en el cuerpo de una atractiva mujer. Los jóvenes solo ven el cuerpo. Es ella misma quien se levanta y convence a Leonardo para que se una a nosotros. Me temo que será inevitable hablar de política aunque tengo la impresión de que ¡preferiría que hablásemos de mujeres! Julia se ha sentado a su lado. Algo me dice que su interés por él va más allá de lo que aparenta.
—Y bien, Leonardo, ¿ha llegado la hora de los socialdemócratas? ¿Pasaremos los conservadores a la oposición? —introduzco el tema para que no se sienta desplazado y le prestemos atención.
—Ha llegado la hora de pasar otra página de nuestra historia —responde sin demasiado énfasis,  porque ha debido comprender la intención de mi pregunta—. Pero no seremos los socialistas los que lideremos este cambió..
—Entonces —pregunta Julia, quien creo intuir que se siente atraída por el maestro de escuela—, ¿quiénes lo harán?
 —Será la generación de posguerra. Nosotros, seamos de izquierdas o de derechas, padecemos del mismo estigma, y no estamos capacitados para liderar el cambio.
La respuesta nos ha dejado un sabor agridulce. 
—¿Entonces tú crees que está acabada la influencia cultural y social de nuestra generación y de las anteriores? ¡Adiós Thomas Mann, Herman Hesse, Joyce, Marcel Proust, Víctor Hugo, y tantos otros!
—¡Creo que nadie tiene una mejor respuesta que quien acaba de entrar en el café!  
Leopoldo se refiere a nuestro diputado, Efraín, que siempre ha residido en nuestro barrio, y a excepción del periodo nazi, siempre se ha ganado su acta de diputado regional por nuestra ciudad. Leopoldo y él son correligionarios y buenos amigos. Sería una descortesía no invitarle a nuestra mesa.
—Leopoldo, invítale a nuestra mesa, así tendremos tema para una tertulia. 


Efraín, un político de antes de la guerra

Como buen y experimentado político, Efraín tiene la apariencia de un modesto servidor del pueblo, al que supone que atiende sus deseos y necesidades, pero lo cierto es que no deja de ser un político, y el leitmotiv de todo político es la permanencia en el poder. Su trabajo legislativo o parlamentario es una mera excusa, pero si quieren permanecer en el poder tienen que hacer algo que motive a su electorado a reelegirle una y otra vez. Cuando le ponemos al corriente de nuestra discusión nos ofrece su particular visión del mundo de postguerra.
—Ni socialistas ni conservadores, quien gobierna nuestra nación, sean los resultados que sean, son los Estados Unidos. ¡Lo demás son sucursales! El premio de los vencedores es que son ellos los que imponen las reglas a los vencidos.
—Querido Efraín —le replico porque no comparto su radical conclusión—, ustedes los socialistas ven leones donde solo hay gatos. Los gatos arañan, pero no matan. Ellos sacrificaron miles de vidas para librarnos de un perro rabioso, ¡alguna compensación tienen que tener!
—Pero ustedes los conservadores ven gatos donde hay leones, y se dejan devorar por ellos, ¡y todavía están agradecidos! Sí, es verdad que nos han librado del imperialismo político nazi, ¡pero solo para caer en el imperialismo económico yanqui! 
Julia parece entusiasmada con la reflexión de nuestro diputado, por lo que me confirma que simpatiza con las ideas de la izquierda. Definitivamente es la compañera ideal para Leopoldo y creo que pronto se confirmará.
Nuestro diputado parece haber encontrado su público y se siente obligado a pronunciar su discurso:
—A pesar de sacrificar miles de vidas humanas, como usted dice, la guerra fue una excelente oportunidad para los negocios. ¿Creen ustedes que los cientos de empresas que habían estado fabricando armas durante la guerra, cerraron sus puertas y despidieron a todos sus trabajadores?
—Se reconvirtieron en industrias para la paz —observo yo.
—¡No sea usted tan ingenuo!  —me replica sorprendido—. ¡Es más rentable fabricar pistolas que lavadoras! No nos liberaron, nos ocuparon. Se quedaron con las empresas más rentables, y las más estratégicas, intervinieron las finanzas y controlaron los medios de comunicación. ¿Y a eso le llama usted liberación?
—Es posible que los conservadores seamos un poco ingenuos, pero no ayuda a la distensión la desconfianza y el recelo entre los países del mundo. Para acercar posturas y opiniones hay que ser flexible.  Fue sobre todo la intolerancia hacia las ideas de los demás lo que nos costó  una guerra. ¡Ustedes, los radicales, deberían tomar buena nota de esta realidad!
El padre Serafín, un bondadoso párroco católico
La tertulia sobre quién es el amo del mundo se ha prolongado todavía más de una hora sin que hayan cambiado nuestras posiciones: para mí los Estados Unidos son los salvadores de la Europa democrática, para Efraín y Lorenzo son sus opresores. No sirven de mucho los debates con gente mayor que no puede cambiar ya de opinión, porque se vuelve tan rígida como sus arterias. Lo cierto es que cada día que pasa entiendo menos lo que sucede en el mundo. Todo es confuso y contradictorio. Yo estoy empezando a considerar que para estar bien informado lo mejor es no leer las noticias que publican los periódicos, porque más vale vivir en la ignorancia ha engañado.
La clientela del café está cambiando de aspecto. Llegan los primeros trasnochadores; es hora en que los madrugadores nos retiremos. Lorenzo se queda, porque no creo que sea ave madrugadora sino un animal nocturno. Para sorpresa de Guido, Julia decide quedarse y hacer compañía al maestro, sospecho que pronto habrá cambios en sus relaciones. Pero Guido no parece afectarle, creo que está buscando una excusa para romper con Julia, y Julia debe buscar una excusa para cambiar de estímulos para su activo carácter. ¡Lorenzo puede ser su hombre!
La noche es fresca y apenas se ven vecinos por las calles. Mientras desentumecemos nuestros músculos atrofiados por casi dos horas de inmovilidad, veo salir de la iglesia católica al padre Serafín, un cura bondadoso, pero estricto en la ortodoxia católica, tan diferente del pastor protestante, más abierto a otras religiones y creencias.
Nos ha visto y se acerca a nosotros. Con toda seguridad, nos censurará por pecadores incorregibles, porque sospecha que mantenemos relaciones íntimas con nuestras compañeras, sin estar bendecidos por el santo sacramento del matrimonio.
—Buenas noches, padre Serafín —le saludo—. ¿No es un poco tarde para celebrar misas?
—¡Calla, ateo! Mientras vosotros condenáis vuestra alma en esta Sodoma, yo salvo del infierno a otras almas. Vengo de dar la extremaunción a un moribundo, que en el cielo esté.
—¿Puede saberse quién ha pasado a mejor vida?
—El padre de Jesús, el tapicero. Dios le tenga en su seno, pero ya lo quería tener a su lado y liberar a esa modesta familia de semejante carga, porque hacía dos meses que era centenario. Quedar con Dios y no le hagáis enfadar con vuestros pecados, que mañana tengo que decir misa temprano.
—Si Dios quiere que seamos pecadores por algo debe ser. Los senderos del Señor son inescrutables.
—Hablas como un ateo... Buenas noches...
Se aleja con paso decidido a su residencia. El padre Serafín debe ser casi octogenario, pero sigue tan activo como si tuviera treinta  años. Lástima que la mayoría de sus fieles ya sean incapaces de pecar por  falta de fuerzas y debilidad de su entendimiento, porque la gran mayoría son ancianos.
 


Calixto, el mendigo extraterrestre 

El padre Serafín se ha encontrado con Calixto, nuestro mendigo oficial, que como es habitual en él, permanece agazapado en algún rincón de la plaza pendiente de los que salimos del café para recolectar  nuestras limosnas. El padre Serafín ha intentado en varias ocasiones ingresarlo en una residencia de ancianos, pero él las ha rechazado una y otra vez, y prefiere sobrevivir en la calle con  las limosnas que le damos, casi como un impuesto por contar en el barrio con semejante personaje. Él mismo nos ha revelado su extraño origen. Asegura venir de un planeta llamado Galikea, de una galaxia desaparecida, y que tiene poderes sobrenaturales como para destruir el mundo, pero nos perdona en agradecimiento a nuestra generosidad. También dice saber cuándo y cómo se acabará el mundo, pero ese es su secreto mejor guardado, y que no ha revelado a nadie. No obstante, siempre nos amenaza con destruir el mundo si intentamos hacerle algún daño. Aunque pueda parece absurdo, muchos en el barrio creen que pueda ser cierto y le tratan con un prudente respeto. 
Esta noche parece haber recibido una revelación, y creo que está decidido a que todos sepamos de qué se trata, y empieza por poner al corriente de sus augurios al paciente padre Serafín:
—El gran Maestre, Neira, que reina sobre el universo desde la Galaxia Central, se está revolviendo en su trono lleno de indignación, por los muchos pecados  de vuestro mundo. Me ha comunicado que caerá un rayo celeste sobre el lugar más corrompido, y muchos inocentes morirán por causa de los malvados.
—Calixto —le responde el paciente padre—, el gran Maestre, como dices tú, habla conmigo cada mañana cuando vengo a su iglesia, y no me ha comunicado ninguna de tus atroces profecías, así es que deja de ir por ahí contando tus disparates y atemorizando a la gente crédula del barrio.
El padre Serafín le considera un loco endemoniado, pero siente lástima por él, y le lleva la corriente. Pero a mí no me parece que esté tan loco, muchas de sus disparatadas profecías encierran grandes verdades si lo vemos desde su perspectiva. No se ve igual el mundo en el palacio de un rey que en la choza de un carbonero. Para tener una idea de lo que somos y cómo nos comportamos hay que estar fuera de este mundo y Calixto lo está. No sé si es un extraterrestre, pero por desgracia en nuestro mundo hay muchos que no parecen pertenecer a este planeta, porque viven marginados de cualquiera de sus recursos. Solo los niños y los locos dicen lo que sienten, y no tienen ninguna razón para justificar una mentira.
 Calixto viene a pedirnos su regalía, pero como suele hacer siempre, nos dirá algo inquietante con el suficiente interés como para justificar nuestra limosna:
—¡Salud, terrícolas! Es una noche templada, parecida a las de mi planeta, pero allí duraban el doble de tiempo que las vuestras.
—Buenas noches, Calixto, ¿qué hay de nuevo? ¿No estarás pensando en destruir el mundo?
—Haces mal en reírte de mis poderes sobrenaturales. Algún día os los demostraré, pero tengo que esperar órdenes de la Galaxia Central. He recibido un mensaje del Gran Maestre: vendrá a visitarme el próximo  año bisiesto, y debo prepararme para una difícil misión: me ha encargado que busque doce hombres y mujeres justos, para nombrarlos embajadores de la Galaxia Central, la que rige el universo.
—¡Difícil tarea te han encomendado, Calixto, es posible que no queden hombres y mujeres justos, porque nadie puede obrar con justicia en un mundo injusto.
—Terrícola, tú hablas como un galikeano. Puede que le dé tu nombre al  gran Neira, para que seas su embajador extraordinario, y te premiará dotándote de poderes sobrenaturales.
—¿Y cuál deberá ser mi trabajo?
—No puedo revelarlo, pero tú serás uno de los elegidos que podrás abandonar este corrompido planeta antes de su destrucción. Y ya he dicho más de la cuenta.
Guarda silencio porque espera nuestras limosnas. Hacemos una pequeña colecta y le entrego lo recaudado. Parece satisfecho.
—Más difícil que encontrar un hombre justo, es un hombre generoso. Tendrás el privilegio de ser unos de los elegidos para ser evacuado antes de que produzca la gran destrucción.
—¡Es un consuelo!
Sus previsiones parecen absurdas, pero ya no podemos decir que el ser humano no sea capaz de destruir este mundo. ¡Ya tenemos suficientes armas para conseguirlo!
Raulín, la vergüenza del barrio 
Me despido de Guido y de Laura, que viven en el lado opuesto de mi vivienda, un pequeño apartamento en la segunda planta de mi comercio. Esta es para mí la peor hora del día. Mis noches son eternas y dolorosas, porque se despiertan todos mis demonios del pasado, y tengo suficientes como para llenar el infierno. 
No es mi humor el más adecuado para encontrarme en la calle con el hijo de Romano. Le acompaña una mujer, que parece embriagada, porque va colgada literalmente de su cuello. Por sus gestos y atuendo supongo que debe ser una prostituta. Sin duda que se dirigen al Café Central para empezar su jornada habitual, porque debe de levantarse a estas horas. No me cae bien, pero no quiero parecer descortés y me veo obligado a saludarle:
—Buenas noches, Raulín... y compañía...
—Oye, Marcus —se dirige a mí sin el mínimo respeto por mi edad—, sabes si está todavía mi padre en el Café Central?
—Allí sigue, con el notario y su abogado.
—¡Mierda! ¡No puedo ir ahora, si me ve con esta puta es capaz de desheredarme! 
No solo es soberbio y mal educado, sino también mal hablado.
—Bien... que tengáis una buena noche, adiós... —intento deshacerme de él pero me detiene, y me hace una asombrosa propuesta.
—Por qué no te llevas a tu casa esta puta. Está borracha como una cuba, y no sé ni dónde vive ni ella es capaz de decírmelo. Mañana, cuando esté sobria, te podrá decir dónde vive y puedes ponerla en un taxi y que la lleve a su cubil. Te pagaré bien el favor... y si te apetece puedes acostarte con ella, ¡que no va a notar la diferencia! Este monstruo me plantea un difícil dilema. Si no me hago cargo de ella es capaz de abandonarla en cualquier sitio sin tener en cuenta el estado de embriaguez en que se encuentra, pero si me la llevo a mi apartamento no me cabe la menor duda de que acarreará algún problema. Noto en la turbia expresión de su cara que ha escuchado y comprendido cuál es  su situación, porque se desprende con dificultad del cuello de Raulín y se abraza a mí. 
—¡Ahí la tienes, es toda tuya, se ve que le has caído bien!
Introduce un billete en su bolso, y se marcha como si allí no hubiera pasado nada.
—¡Gracias, Marcus, ya te devolveré algún día este favor!
No me queda otra alternativa que llevarla a mi apartamento, hacer que beba medio litro de café bien cargado, y esperar que se despeje y pueda llevarla a su casa esta misma noche.
Enrico, mi médico de cabecera
Los problemas han empezado apenas he podido recostarla sobre mi cama, porque tengo la impresión de que no es sólo alcohol lo que ha bebido, sino que habrá ingerido alguna clase de droga, porque su pulso apenas puedo sentirlo. Me temo que se habrá pasado con la dosis. No puedo quedarme impasible, tengo que hacer algo y con urgencia. Lo único que se me ocurre es llamar a mi médico de cabecera y que la examine. Tal vez tengamos que ingresarla de urgencias en el hospital. Por suerte está en casa y me coge el teléfono.
—¡Sí, Enrico, es urgente! Me temo que ha tomado una sobredosis de alguna droga.
—Marcus, cómo has podido hacer algo así! ¡Yo te creía un hombre sensato...!
—No es lo que piensas, pero ahora no hay tiempo para explicaciones. Ven lo más rápido posible, ¡no vaya a morirse en mi casa!
—Estaré allí en veinte minutos. Prepara el baño, porque tendremos que hacerle un lavado de estómago. 
Ahora solo puedo esperar, yo no sé cómo debe tratarse a los pacientes en estos casos. ¡Solo soy un tend

Aura, mi vecina adivina, para algunos una bruja 
Mi vecina, Aura, ha escuchado el estruendo que hemos hecho al  subir por la escalera por la torpeza de la mujer, que es incapaz de subir un peldaño sin mi ayuda, y se ha alarmado. Viene a mi apartamento para saber si me ha sucedido algo y me puede ayudar. Aura es una mujer extraña, pero es  una buena vecina y de absoluta confianza. Se gana la vida echando las cartas y adivinando el porvenir, y dicen de ella que suele acertar en sus previsiones. Tal vez deba pedirle que intente adivinar el mío en estos críticos momentos. Cuando ha visto el deplorable estado en que se encuentra la prostituta, le ha causado la misma alarma que a mí. Pero  ella ha visto más allá de su estado físico.
—Esa pobre mujer tiene el alma muy enferma y no tiene ni la energía ni la voluntad de vivir necesaria para superar su estado sin ayuda. ¡Creía conocerte, Marcus, pero veo  que me he equivocado; no puedo creer que tengas una doble vida!
—¿Tú también, Aura? Ya sé que es difícil de creer, pero el hijo de Romano me la pasó en la calle cuando volvía del Café Central, porque no quería que su padre le viese con una prostituta.
—¿Y por qué no la acompañó él mismo a su casa?
—¡No sabe dónde vive, ni ella puede decírnoslo! No me quedó otra opción que traerla aquí e intentar reanimarla... 
—Esta tarde he echado las cartas y he visto que algo grave sucedería  a una persona cercana a mí, pero no he podido saber de qué se trataba. Ahora veo que las cartas nos se equivocaban. Marcus, tienes que hacer algo o esta mujer morirá en tu cama!
—¡Mi médico de cabecera debe de estar al llegar, ya le he avisado! 
—Tu médico podrá curar su cuerpo, pero su alma seguirá enferma. Necesita algo más que cuidados médicos.
—¡No querrás que llame también a un psiquiatra!
—El mal que padece no lo cura un psiquiatra. Necesita alguien que no la trate como a una mujerzuela. Un amigo..
 Llaman a la puerta. ¡Gracias a Dios que mi médico ya está aquí!


Linda, la prostituta rebelde

La llegada de mi médico interrumpe nuestra conversación. Su diagnóstico confirma mis sospechas: está intoxicada, pero no solo de alcohol, sino de alguna droga mucho más peligrosa. Posiblemente sea heroína. No espera a darme explicaciones, la desnudamos  y la llevamos al baño donde le hace un lavado de estómago hasta no dejar ni rastro de lo que la estaba envenenando.
—¡Ahora solo podemos esperar que  hayamos llegado a tiempo —me comenta sin ocultar su preocupación—. Hubiera podido morir de una crisis cardiaca si no me hubieras llamado.
—¡Ya presentí yo que esta mujer me traería muchos problemas! 
He pasado una de las peores noches desde el final de la guerra, porque la desconocida mujer que he traído a mi apartamento no parece reaccionar, y permanece en una preocupante inconsciencia. Mi médico me ha sugerido que le dé frecuentes masajes en los pies, y cuando esté más consciente, impedir que tome cualquier alimento sólido. He tenido que acomodarme en el pequeño sofá de la sala de estar, y es tal mi cansancio que me he quedado profundamente dormido a pesar de la incomodidad. 
Pero lo sorprendente es que ha sido ella la que me ha despertado cuando apenas está clareando el día.
—¡Eh, señor, despierte, despierte!
—¡Por el amor de Dios, qué pasa ahora! —me despierto sobresaltado, pero al ver a la mujer levantada y tratando de hablar conmigo, me tranquilizo.
—¡Buenos días, me alegro de verla recuperada! —le digo, todavía somnoliento.
—¿Dónde estoy? ¿Quién es usted? ¿Qué me ha pasado? ¿Por qué tengo dolor en el estómago? —pregunta excitada.
—Tranquilícese, ya está a salvo..
—¿A salvo de qué?
—Anoche un amigo suyo me rogó que la trajera a mi apartamento para intentar reanimarla, porque estaba severamente embriagada, y que nos dijera dónde vive para llevarla a su casa...
—¿Un amigo mío? ¡Yo no tengo amigos, solo clientes! ¡No puedo recordar quién era el de anoche!
—Si se siente con fuerzas, lo mejor es que vuelva a su casa. Su familia estará preocupada por usted...
—¡Yo no tengo familia ni casa, y vivo en un hotel de mala muerte. Nadie me echaría de menos si no apareciera más por allí. Y no piense que soy tan tonta de creerme todo lo que me cuenta. Seguramente que usted también abusó de mí cuando estaba borracha!
¿Debería sentir compasión por esta mujer, o, por el contrario,  echarla sin más miramientos de mi casa? Ahora comprendo por qué degenerados como Raulín tratan a estas mujeres sin la más mínima humanidad. Destilan odio contra los hombres por todos los poros de su cuerpo. Nosotros las humillamos y ellas se vengan con un odio infernal hacia nosotros. Si pudieran, harían como la mantis religiosa, nos devorarían después del coito.
—No tengo en consideración su injusta acusación, porque comprendo su estado de ánimo, pero yo tengo mis obligaciones y no puedo ocuparme más de usted. Si se siente con fuerzas suficientes, en su  bolso hay un billete de su cliente, con el que podrá pagar  el taxi y volver a su hotel.
—¡Ya lo entiendo! Las fulanas como yo solo podemos salir de noche, como las cucarachas. De día salen las esposas y nosotras tenemos que ocultarnos en nuestras sucias habitaciones de hoteles proscritos para la gente decente. ¿No es eso lo que quiere usted?
—Lamentablemente es así, pero yo no he creado este mundo, ya estaba así cuando yo nací.
—¡Usted es tan culpable como los demás! ¿Se atrevería a salir ahora mismo a la calle caminando a mi lado? ¡No sea hipócrita, usted tiene los mismos prejuicios contra las prostitutas!
—Sí, puede que tenga razón...
—¿Puede? ¿Es que por mi profesión no tengo derecho a pensar? ¿No ha registrado mi bolso? ¡Tenga, mire lo que hay dentro!
Vacía el contenido de su bolso en el suelo y entre sus objetos personales está el libro de Aldous Huxley , «Un mundo feliz».
—¿Le sorprende, verdad? ¿No es muy normal encontrar un libro en el bolso de una prostituta! Lo normal es encontrar condones, píldoras anticonceptivas o revistas pornográficas. ¿No le parece?
—¡Por supuesto que me sorprende! Mire, yo solo he pretendido ayudarla. Anoche estuvo usted al borde de la muerte. Tuvimos que hacerle un lavado de estómago. Mi responsabilidad termina aquí. Ahora recoja sus cosas y márchese. Tengo que atender mi negocio que a duras penas me permite sobrevivir. Supongo que no querrá perjudicarme.
—¿Y quién le ha dicho que yo quería seguir viviendo?
—¿Pretendía suicidarse?
—¡No, pero no me hubiera importado haber muerto!
—¿En tan poco aprecia usted su vida?
—¡Sabiendo quien soy, su pregunta es estúpida! Nosotras no vivimos, solo sobrevivimos, muchas de nosotras en contra de nuestra voluntad.
—Siempre tienen la posibilidad de buscar un trabajo honrado que tenga para usted otros alicientes.
—¿Es que mi trabajo no es honrado? ¿Para usted qué es ser honrado? ¿Serle fiel a una esposa frígida y pagar su neurosis con su familia? ¿Llevar a sus hijos a un colegio interno religioso? ¿Ver solo dibujos animados en la televisión?
—Mire, no tengo humor ni ganas de responder. Apenas he dormido y tengo que prepararme para atender mi negocio. Para mí también es una cuestión de supervivencia. Hágame un gran favor: recoja sus cosas y váyase.
La ayudo a recoger sus cosas y la acompaño hasta la puerta.
—Adiós, ha sido un placer...
—¡No me hable a mí de placer, porque soy yo la especialista!
Consigo que salga de mi apartamento y cierro la puerta aliviado por librarme de ella. Después de una buena ducha espero que me sienta mejor. Pero llaman a la puerta. Debe ser ella. La abro y, ¡en efecto, es ella!
—¿Qué quiere ahora?
—No se altere, que ya me iba. Pero he pensado que ya que me salvó usted la vida, por poco aprecio que tenga por ella, debía darle las gracias...
—¡Está bien, no hay de qué! ¡Buenos días!
Cierro la puerta sin poder evitar mi enfado. Y ahora a la ducha de cabeza. ¡No, otra vez no! Vuelve a llamar a mi puerta! ¡No podré librarme de ella!
—Esta es la última vez que le abro. Diga rápido lo que tenga que decir y no vuelva más, porque no le abriré!
—Tranquilo, no se sulfure. Solo que he pensado que quién salva la vida a otro, le debe compensar con algo más que las gracias. Aquí le dejo un número de teléfono donde puede localizarme. No  le consideraré a usted como un cliente, sino como mi salvador y, si quiere, mi amigo. ¡Seré su amiga prostituta!
—Está bien, está bien, pero ahora váyase y no vuelva a llamar. ¿Me lo promete?
—¡Se lo prometo! Pero no debería hacer mucho caso de las promesas de una prostituta!
¡Cierro la puerta y espero haberme librado de ella! 
Me he quedado sumido en una gran confusión, porque he echado de mi casa a una mujer atractiva que ha conseguido estimularme, cuando yo daba por inútil que sintiera deseos de acostarme con una mujer, como me sucede con Julia. Me temo que esta mujer alterará todas mis convicciones. Puede que haya estado engañándome a mí mismo los últimos 20 años. Todo es muy confuso.











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